Ahora mismo, en algún rincón del planeta, un panel de catadores está juzgando vinos. Una medalla de oro por aquí, noventa y tantos puntos de un crítico especializado por allá.
Es un enorme desafío, digámoslo: pocas cosas resultan más subjetivas que el vino, que esa apreciación personal pueda resumirse en “me gusta” o “no me gusta”. Pero desde hace ya varios años, los concursos y puntajes se han convertido en una valiosa herramienta.
¿Cómo funciona el asunto?
La respuesta tiene casi tantas variantes como concursos existan. La regla general parte de la cata a ciegas, es decir, el crítico recibe el vino con muy poca información de su procedencia, precio o elaborador, de forma tal de intentar afectar lo menos posible la ‘objetividad del catador’. En algunos casos, como el del International Wine And Spirit Competition (IWSC), cada juez recibe tan solo la copa llena, sin tener acceso siquiera a ver la botella (aunque esté cubierta, tapando la etiqueta), para que el color o formato pueda tomarse como referencia.
Las revistas especializadas y guías impresas de vino, en cambio, eligen muchas veces que la cata sea al descubierto, conociendo de “pe a pa” lo que está acurrucándose en la copa. Y, a veces, esta idea no es mala: soy un convencido de que al vino hay que analizarlo y entenderlo desde su contexto, desde las manos detrás del concepto. Dejar afuera las condiciones de la añada, la identidad de la variedad de uva, la tipicidad del terruño o el perfil del enólogo pueden ser graves errores.