GASTRONOMÍA

De la madre su sazón. Isolina Vargas y José del Castillo

Dicen que “lo que se hereda no se hurta” y menos si se trata de la mano en la cocina. Heredado y sobre todo aprendido; disciplina, sabor y tradición fue lo que transmitió Isolina Vargas a sus cuatro hijos. Como ella bien dice: “Todos saben cocinar. Es la herramienta que les dejé”. Pero el que ha perpetuado su legado desde hace más de diez años en los fogones es su hijo José; el menor de los cuatro y al que llama cariñosamente “mi cholo”.

Isolina puede sentirse tranquila a sus 74 años. Además de ver su negocio – el ya consagrado Restaurante La Red –  en buenas manos, ahora disfruta un homenaje en vida. El que le dedicó su hijo José en Isolina, esa especie de taberna que es una vuelta en el tiempo, a través del rescate de sabores, platos tradicionales y el ambiente de antaño que a su madre le hace recordar sus épocas mozas.

Abreboca

De los cocineros más reconocidos en la escena gastronómica de la capital, José del Castillo es uno de los pocos que se considera limeño y mazamorrero rajado. Y aunque como él cuenta, por el lado de su padre tiene sangre de la selva, pues viene de Tarapoto; su memoria gustativa se forjó de la mano de su madre que es limeña de pura cepa. “Mi cocina siempre ha sido limeña. Mi mamá no cocinaba al comienzo, sino que guiaba a las ayudantes; ella dirigía. Mi abuela, y mis tías también cocinaban. En esa época se valoraba el hecho de que en tu casa se comiera rico todos los días; y nuestros almuerzos eran completos; entrada, segundo, postre que generalmente era fruta y luego el postre de cuchara que se hacía para el lonche”, recuerda José.

Los recuerdos culinarios de Doña Isolina son un poco diferentes, aunque no tan lejanos a los de su hijo. Nos habla de los frejoles canarios, los frejoles negros; la menestra en general. “En mi casa la lenteja la hacían en la tarde para comer a más tardar a las 7 de la noche como cena. Y no se dejaba de acompañar con unos buenos bistecks”, asegura.

Ahora es cuando Doña Isolina comienza a relajarse y se nota por su mirada que se transporta al pasado. A una época en que Lima se concentraba en el mero centro; e Isolina sueña con el arroz con pato y la mazamorra de su abuela. “En aquella época no se comía arroz con pollo, pero sí con pato. Lo que no le poníamos era zanahoria picada; solo alverjas y pimientos. Y la mazamorra la hacía mi abuela con todas las frutas secas; pero ella hacía una miel con las frutas y luego le echaba la mazamorra”, nos dice. Y da gusto y nostalgia ver que así se mantienen las cosas hasta ahora. Ellos siguen la tradición de la sazón limeña; esa que llevan en la sangre.

Entrada

Desde que inauguró Isolina hace unos meses, José no ha dejado de crear. Incluso hay platos que practicó durante la marcha blanca y que aún no están en la carta. Nos cuenta que para el cambio de estación quiere agregar algunas sopas y arroces, e incluso está haciendo pruebas más “atrevidas” como es el caso de la ubre. Pero esto para Doña Isolina es muy familiar. “En la casa donde yo vivía, todos los días ponían una olla a hervir con caldo a base de zanahoria, apio, nabo, zapallo y huesos porque antiguamente comparabas un kilo de carne y te ponían un pedazo de cada cosa; y dentro de eso había trozos de ubre. ¡Es deliciosa! Se sancochaba y luego la abrían como rajas de jamón y la doraban”, recuerda.

Entonces les pregunto: ¿La sazón viene de familia? “Hay mucho de sazón de familia porque yo nunca estudié nada; y de chiquita me gustaba hacer postres; quería tener una dulcería, pero no pensaba en tener un restaurante de comida”, afirma. Pero la vida la llevó por otros caminos y lo que soñaba tener como negocio, ahora lo tiene casi como un gusto, pues es la encargada de proveer de postres (suspiro a la limeña, mazamorra morada, mazamorra de cochino, huevo chimbo, suspiro de lúcuma, de coco y tradicional) a los tres locales; tanto La Red (Miraflores y San Miguel) como Isolina.

Pero hace más de 30 años, cuando La Red comenzaba a ver la luz en la cuadra 6 de la Avenida La Mar, Isolina cocinaba por necesidad. “Yo había dejado de trabajar y me había dedicado a hacer varias cosas, pero buscaba algo más estable. Así que Dios me lo puso en el camino el día que conseguí el local. Hablé, pregunté y me lo alquilaron tal como estaba, hasta con los cucharones colgados. No tenía más que venir con mi canasta y traer las cosas”, nos dice con alivio.

Así arrancó vendiendo menús a la gente de la zona, y luego de un par de años tuvieron que sacar las mesas a la calle porque la gente no entraba y hacían cola para probar sus potajes.

Isolina y José aseguran que un menú como el que ofrecían en esa época a S/5 aproximadamente, hoy no bajaría de S/20 con entrada, pan, postre, jugo/chicha morada. “Para mí cocinar en el local era como cocinarle a mis hijos. Yo no permitía meter gato por liebre; siempre apostamos por la calidad de los productos”, nos dice. Y ha sido tal la fidelidad de sus proveedores que hasta ahora después de 35 años, aún mantienen a la mayoría.

Segundo

Cuando las cosas se pusieron “candentes” y a ganar comensales y popularidad, José comenzó a tomarse en serio la idea de hacerse cargo del negocio. Pero esto no fue fácil por varias razones. Una tan básica como su tamaño. “Yo no le veía facha de cocinero. Es tan grande que chocaba con la campana”, dice divertida Isolina. Y además es el menor de sus hijos; así que era consentido. Encima había estudiado Administración en la Universidad del Pacífico y se había recibido con excelentes notas, así que Isolina lo imaginaba como ejecutivo de alguna gran empresa. Pero cuando José se decidió, no hubo marcha atrás; y la base de la carrera de Administración lo ayudó mucho para hacerse cargo de manera integral del negocio.

“Fue duro porque al inicio mi mamá no se ponía a explicarme. Yo tenía que seguir y aprender sobre la marcha. No podía dedicarse a enseñarme.”, cuenta José. Pero tal vez esta fue la prueba de fuego, porque en pocos meses José agarró la onda y ya por el año 2000 se mudaron al local donde está ahora La Red, a la entrada de la avenida La Mar.

Quizás el hecho de que las cosas siempre han sido un poco cuesta arriba, los hace valorar más el éxito cuando llega. La incertidumbre de cambiar de local, de arriesgar el patrimonio por algo mejor. El temor de José y el reto de hacer las cosas, igual o mejor que su madre. Pero como él dice: “Arriesgamos todo. La etapa del traspaso fue dura porque trabajamos juntos y chocábamos porque ambos somos de carácter fuerte”. Pero las apuestas han dado sus frutos y uno de sus pilares es siempre ser fieles a sus raíces y dar lo mejor al cliente.

Postre

Ahora Doña Isolina se relaja. Esa tarde llegó al restaurante para la entrevista y aprovechó para dejar algunos postres. Otras veces va con amigas a almorzar; en especial el cau cau con sangrecita; y los domingos cocina en casa cuando van los nietos. “Se cocina abundante, yo no sé cocinar una taza de arroz. Siempre queda comida y alguno se lleva para la casa. Mis hijos comían mucho. Antes se comía rico y abundante; y así es hasta ahora”, comenta Isolina.

Y así es la cocina de Isolina; real, anclada a tierra, y lejana a la “innovación”.

José piensa en su historia: “Todos los platos que tenemos acá son las recetas tal cual las hacía mi mamá y mis tías. Acá hacemos cocina limeña como me han enseñado. No hay influencia de ningún lado. Aquí nada es inventado. La historia existe, el personaje existe. Esto no es moda, esto no es vanguardia. Y es a lo que muchos cocineros están volviendo. No puede haber un cocinero peruano que quiera hacer vanguardia y no conozca esta cocina”, finaliza José.

Son cerca de las 12.30 del día y la gente comienza a llegar para el almuerzo. Y provoca quedarse ahí sentado, simplemente observando el ambiente, el lugar, la barra, los platos servidos en bandejas o en cazuelitas; pero sobre todo, escuchando a Isolina que mira a su hijo con admiración, con la certeza de haber hecho las cosas bien. ¡Tal vez ese sea su mayor logro!


Por Melina Bertocchi / Fotos Paola Flores

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