Amigos, familia, comida, clima. Son una de las razones por las cuales siempre vuelvo a Arequipa. Esta vez viajé a la Ciudad Blanca y me fui unos días al valle del Colca, el cual visitaría por primera vez. Esta crónica trata sobre un lugar escondido entre cerros y pintorescos pueblos. Sobre su gente, sus tradiciones y sobretodo sus paisajes. Qué grato fue encontrarme cara a cara con la tradición local reflejada en uno de sus más bellos rostros: mujeres locales que aún visten coloridas faldas, chalecos y gorros, que heredaron de sus antepasados desde épocas coloniales.
El hombre pobló este valle hace más de 6 mil años. Con el pasar del tiempo, hacia el 1,100 d.C., dos etnias tomaron el control de la zona hasta la llegada de los Incas: los Collaguas, provenientes del Altiplano, y los Cabana, quechuas provenientes de los Andes centrales. Las mujeres cabanas llevan un sombrero finamente bordado con una flor hecha de tela, a diferencia de las collaguas que no portan ninguna flor y sus sombreros se distinguen por sus bordados y colores igual que el de su falda y chaleco.
Rumbo hacia las profundidades y la tradición
Partí hacia el valle del Colca muy temprano por la mañana. La carretera está en perfecto estado y no tardó mucho en llevarme rumbo a la Reserva Nacional Salinas – Aguada Blanca, un escenario privilegiado, adornado por bosques de piedra, montañas cubiertas de nieve y pampas. En el camino me detuve en el punto más alto de la ruta, a 4,910 m.s.n.m., en el famoso mirador de los volcanes, donde las cumbres del Ampato y el Socabaya se imponían apacibles ante mis ojos. Nada, ni la altura, ni el frío, impidieron que hiciera un alto en este lugar para dejar mi apacheta y deleitarme con lo que me regalaba la naturaleza en ese momento.
Fueron suficientes tres horas y media para llegar al pueblo de Chivay, a 3.650 m.s.n.m., el mejor abastecido y poblado del Valle, a los pies del nevado Mismi, el origen más lejano del río Amazonas. A parte de la sopa de quinua que me tomé en el Mercado Central, lo mejor fue sentarme a observar a las mujeres, finamente vestidas con sus trajes tradicionales, solearse en las escaleras de la iglesia de la Plaza Mayor. De ahí, directo a los baños termales de La Calera. Necesarios para mi cuerpo citadino.
Por la tarde visité el pueblo de Yanque, a solo 10 kilómetros de Chivay, uno de los más bellos del Valle. Su iglesia está hecha de sillar, toda blanca. Es muy hermosa y se impone desde las afueras: es lo primero que uno divisa a lo lejos. Con esta satisfacción me despedí de Yanque en dirección a Cabanoconde, donde esperaba mi alojamiento. Este pueblo es uno de los más alejados del Valle, a 65 kilómetros de Chivay, por una carretera no asfaltada y a 15 minutos del famoso mirador la Cruz del Cóndor, que visitaría un día después.
De regreso vi caer la tarde, pasé por los pueblitos de Achoma y Maca que marcan el inicio del Cañón, el cuarto más profundo del planeta (3,200 metros), -más profundo que el famoso cañón del Colorado en EE.UU. -y con éste el sol entre los abismos, el río Colca, acantilados, montañas plagadas de andenes, y vida por doquier. Desde aquí el volcán Sabancaya y el nevado Hualca Hualca me dan la bienvenida, augurándome unos días intensos, de aire limpio, naturaleza y de todo aquello que solo te da recorrer un país como el Perú.
Cóndores y más cultura viva
Mi segundo día en el Valle comienza en Cabanaconde. Después de un desayuno con queso y huevos frescos, partí rumbo al mirador Cruz del Cóndor. El mejor lugar para avistar al famoso cóndor andino. Al llegar nunca pensé que vería tantos. Fue una fiesta. Aparentan ser tan pequeños de lejos, pero pueden llegar a medir hasta 3.5 metros. Ese día estuvieron a la altura del público presente: turistas de todo el mundo que observaron atónitos su vuelo entre las enormes paredes del Cañón. Desde ese día no me imagino el Colca sin la presencia de su huésped milenario.
Desde acá se divisan, diminutos, a la otra margen del Valle, los pueblos de Madrigal, Coporaque, Lari e Ichupampa. Si se queda más días recomiendo visitarlos. Vale la pena conocer sus bellas iglesias, que reflejan la intensa tradición religiosa que todavía persiste en estos lugares, como fruto de la colonización y evangelización española.
De camino, regreso a Chivay, me detengo en algunos poblados, muy apacibles, adornados por pequeñas iglesias coloniales de estilo barroco andino: llenas de imágenes, altares de piedra, pinturas murales, cuadros coloniales, retablos de pan de oro. Vacas, ovejas, toros, burros y perros, se cruzan en el camino, deteniendo mi recorrido varias veces. Sin embargo, verlos junto a los pastores, forman una estampa genuina de este lugar.
Al día siguiente mi recorrido por el Colca llegó a su fin. Dejé atrás los caminos de polvo y los andenes del Colca. A mi regreso las pampas de la Reserva Nacional Salinas – Aguada Blanca me deleitaron con vicuñas y guanacos, pastoreando libres en los parajes desolados de la Puna. Verlos me dejó un mejor recuerdo.
¿Qué espera? Visite Arequipa y no deje de ir al Valle del Colca, tómese muchas fotos, relájese, distraiga la vista, despeja la mente. Cómase un buen adobo en una de sus tradicionales picanterías y contemple el Misti mientras se toma su buena chicha.
Texto y fotos Margite Torres P.